El Americano IV Cuando les ordené que me dejaran a solas con Jack
Taylor, mis hombres obedecieron y fueron saliendo del amplio recinto del
taller mecánico llevándose todas las armas. Pude observar, sin embargo, que
Takahashi Koji se demoraba al salir y no dejaba de mirar hacia atrás con
preocupación para comprobar que “El Americano” no intentara ningún movimiento
imprevisto que pudiera sorprenderme con la guardia baja. Takahashi Koji, el
hombre que había “cazado” imprevistamente a “El Americano” con un preciso, fulminante,
paralizante golpe de puñal que inutilizaba su mano derecha, era el más fiel,
el más entregado y devoto de mis guardaespaldas. Lo había sido desde que yo
era un niño y me había visto crecer hasta mis diecinueve años y la altura de
mis casi dos metros, pero a mi edad aún seguía considerándome un muchacho por
cuya seguridad debía velar en todo momento. Takahashi Koji a veces me
irritaba con su exceso de celo, pero yo nunca dejaba de reconocer su extrema
lealtad y, en este caso, el que con toda certeza me hubiera salvado la vida.
Es por eso que, mientras controlaba a Taylor sentado en el suelo, le hice un
gesto a mi leal servidor para que permaneciera allí si así lo deseaba y
presenciara, como un privilegio, mi lucha con “El Americano”. Le di
instrucciones, también, para que preparara la cámara fotográfica que habíamos
traído. Tras
practicarle el vendaje de urgencia con nudo de presión, que detuvo el
incesante flujo de sangre que brotaba de la muñeca apuñalada, Taylor quedó
por unos instantes como inconsciente, adormilado y un poco atontado, como si
no comprendiera aún lo que le había sucedido y nos miraba con ojos lánguidos,
con la boca abierta, con expresión de idiota. Me di cuenta al instante de que
iba a necesitar algún tipo de estimulante para poder luchar con unas mínimas
condiciones que le permitieran defenderse con dignidad. Parecía como ausente,
la cabeza recostada contra el borde de la plataforma metálica que levantaba
el coche, mirando al techo con aquellos ojos semiapagados, pero al momento pareció
despertar, con un ligero sobresalto, al escuchar de nuevo mi voz: “Todo está
bien ahora, Taylor San: tu muñeca ha dejado de sangrar. Ahora tienes que
levantarte para luchar. Ha llegado el momento.” Me miró
entonces, con los ojos muy abiertos, el miedo y la furia centelleando de
repente en sus pupilas azules inyectadas en sangre. Su pecho emitió, bajo el
mono azul de mecánico, una especie de bronco suspiro, casi un gruñido, y
pronto pareció casi totalmente recuperado: desdeñando orgullosamente la ayuda
de mi brazo tendido con una sacudida de su mano útil, comenzó a incorporarse
inestablemente sobre sus piernas. Entonces,
mientras se levantaba, me despojé de los zapatos, de los calcetines, me
desabroché el cinturón, aflojé mis pantalones y los dejé caer, me desprendí
de ellos y quedé casi completamente desnudo, apenas cubierto por el leve,
blanco fundoshi que semivelaba mi sexo en erección. La erección de un miembro
poderoso que al instante captó su atención. Su desconcertada, despavorida
atención. “Lucharemos
así,” le anuncié, “a falta de otra indumentaria apropiada. La tela debe
estorbar apenas el movimiento de nuestros cuerpos en acción. Supongo que
llevas puesta tu ropa interior. Si tu pudor lo prefiere mis hombres pueden
buscarte un pantalón corto o algo similar mientras te restableces un poco
más, pero lo creo innecesario entre hombres como tú y yo. Sé que has
participado en luchas clandestinas y me consta que en esos combates los
luchadores se enfrentan prácticamente desnudos. En tu caso, lo que lleves
bajo el mono, si llevas algo, servirá. Si no, puedes luchar totalmente
desnudo. Pienso, además, que voy a ahorrarte la vergüenza de salir huyendo de
aquí en pelotas. Es posible que lo intentes, cuando el dolor de mis golpes te
parezca insoportable y creas que ya no puedes aguantar más, que si no escapas
morirás. Puede que tú mismo me pidas la muerte cuando tu cuerpo haya llegado
al límite de su resistencia, de su capacidad de luchar. Te advierto que antes
de matar a un hombre le hago sentir un profundo dolor, un dolor físico que es
también un dolor del alma, de un alma torturada que suplica su final. Pero no
quiero hacerte perder la esperanza de luchar. Aunque no sea para ganar, sólo
para no perder demasiado pronto tu dignidad. Vamos, desnúdate.” Taylor me
miró, más desconcertado que furioso. Sonreía estúpidamente. Pretendía
burlarse de lo que había escuchado. Vaciló. “¡Quítate la
ropa!” gritó Takahashi Koji, su “cazador”, a mis espaldas, helando su
sonrisa. “¡Obedece al joven oyabun, sucio americano!” Mi padre,
Morimoto Shingo, vivía todavía por entonces, pero para Takahashi Koji yo era
ya “el joven oyabun”. Calmé el
celo de mi guardaespaldas porque Taylor, asustado, había comenzado a
desabrocharse la prenda con la mano izquierda, deslizándola sobre sus hombros
corpulentos, descubriendo el pecho y la correa con la funda de cuero vacía
donde había guardado su pistola, apretada a su estómago, descubriendo las
costillas que la correa ceñía; solté su hebilla y se la arranqué de un tirón,
arrojándola al suelo, liberando de su presión la carne de musculatura tensa e
hirsuta. Le ayudé a desvestirse mientras Takahashi Koji lo enlazaba desde
atrás por las sudorosas axilas, sosteniendo sus hombros robustos y peludos
mientras yo iba bajándole la prenda hasta las rodillas … Debía sentirse
humillado al ser tratado de aquella manera, pero mantuvo el tipo con una
actitud de desdeñoso distanciamiento, de fingida indiferencia: llevaba unos
calzoncillos blancos de algodón con cintura de elástico compresor sobre el
vientre, ocultándole el ombligo, muy ceñidos al muslo abundante, no del todo
limpios, marcando un paquete genital de destacables dimensiones, contorneando
un sexo de bien dotado semental. Me di cuenta de que estaba casi descalzo:
apenas unas ligeras sandalias de cuero de las que sus pies terminaron
sacudiéndose para sacase finalmente el mono por los talones desnudos. Era,
cubierto tan solo por aquella prenda interior de blanco algodón, parecida a
un fundoshi, un coloso sin duda, de una envergadura inferior a la mía pero
casi un peso pesado, digno de medirse conmigo aun en clara inferioridad de
condiciones. Sus hombros y su pecho eran amplios, hercúleos, su cabeza se
erguía orgullosa con aquella mueca de desdén sobre un cuello de toro, su
cintura estaba exenta de un ápice de grasa y sus muslos se mostraban
poderosos. Tan sólo su vientre, ceñido por el elástico del calzoncillo,
parecía haber acumulado algo de grasa, posiblemente a causa de una dieta no
del todo sana y de su afición a la cerveza y otros licores alcohólicos. Su
rostro estaba enrojecido ante la inminencia de nuestro encuentro, su torso
agitado como un fuelle que avivara la brasa encendida del corazón, la
pelambrera rubia de su abdomen semioculta en la parte inferior por la prenda
íntima que velaba los órganos de su masculinidad. Estaba muy
nervioso, por mucho que tratara de disimularlo resoplaba como si le faltara
el aire, sus toscas mejillas parecían encarnadas por alguna fiebre oculta y
persistente, pese a la sangre perdida. Bajo la cubierta de algodón blanco,
algo amarillento en aquella zona, su sexo seguía viéndose poderoso y bien
contorneado, aunque quizás ligeramente encogido ahora, menos voluminoso, como
retraído un poco hacia el interior de su cuerpo. “How will we fight?” se atrevió a preguntar, resignado a mi preeminencia. “Vale todo,”
respondí, “ataca y defiéndete como puedas, porque no te daré tregua. Echa
todos tus arrestos en la pelea, muestra tus agallas, porque te recuerdo que
uno de los dos no sobrevivirá. Y dudo mucho que sea yo.” Me miró con
una especie de triste indignación. Me daba cuenta de que trataba de retrasar
todo lo posible el inicio del combate. Era consciente de mi envergadura, de
mi juventud. Al mirarme, tenía que alzar la barbilla. No se sentía seguro, ni
siquiera dispuesto. “You´re too tall, too strong,” protestó
débilmente, “an´ I´ve lost much blood … it ain´t a fair fight, man. I need somethin´- somethin´to warm me up. Look, if you want to take
this to the end, let´s make a deal, right – in one pocket of the
jumpsuit, there´s a little bag there, a bag of coke – I need t´ave somethin´,
you can´ave somethin´too, if ya wanna, man, help ye´self too, no problem to
me, but I need somethin´… it´ll give me strenght, I´m a lil´bit, a lil´bit …
dizzy, ya know, I can´t start like this …” Entendí lo que decía en su inglés mascullado, y acepté su sugerencia.
Takahashi Koji hurgó en el bolsillo de su mono de mecánico y extrajo la
bolsita transparente de polvo blanco. Me la mostró. “Prepara las rayas, largas y bien servidas. Una
para Taylor San y otra para mí.” Takahashi
Koji preparó las rayas de coca sobre papel de fumar, colocándolas en la
plataforma metálica para que Taylor y yo nos sirviéramos. Dispuso también el
canutito de un bolígrafo que debíamos compartir. Yo aspiré primero: era pura,
calidad extra, de la mejor … Él aspiró a continuación, una raya bien servida,
un poco más de cantidad para él: quería ser lo más justo posible, reducir en
lo posible su desventaja. Aquello semejaba un ritual para la muerte: para uno
de los dos aquella sería nuestra última raya de coca, nuestra última ocasión
de fortalecernos con el auxilio de la química narcótica – pues Takahashi Koji
sabía muy bien que, si Taylor me vencía, él no debía impedir mi muerte. Hubiera
sido deshonroso para mí no aceptar mi propio final en una lucha a muerte, si
Taylor prevalecía. Vi cómo el rostro de “El Americano” se encendía aún más
tras consumir su dosis, como sus ojos azules volvían a brillar con
intensidad. Estábamos preparados. |