El Americano V “Salimos finalmente al centro del
improvisado cuadrilátero, delimitado en sus extremos por neumáticos, bidones
de gasolina y chatarra apilada de motocicletas y carrocería de chapa.
Observando a Jack Taylor mientras caminaba, con pasos rápidos y nerviosos
hacia el punto indicado, me di cuenta de que mi gran ventaja en estatura,
pese a su corpulencia, le hacían parecer pequeño a mi lado. Pero era un
hombre alto en parámetros de normalidad. Estoy seguro de que jamás pensó
encontrar en su camino un japonés de casi dos metros de altura, casi un
gigante para él, no era lo que él esperaba de nuestra raza. Yo sabía que eso
le ponía muy nervioso, le restaba seguridad en sí mismo. Debía sentirse algo
ridículo, además, en sus calzoncillos blancos, un poco grandes, muy ceñidos a
los muslos, y mientras andaba con pasos rápidos, casi de autómata acelerado
por su dosis narcótica, sus glúteos poderosos parecían temblar bajo la tela
ajustada. Parecía aturdido, desconcertado por una situación repentina que
nunca hubiera esperado, al menos no de esta manera. Parecía sumido en una
especie de nebulosa irrealidad, en un sueño del que intentara
desesperadamente despertar, sin conseguirlo. Llegó por fin él primero al
centro del cuadrilátero, pues yo a sus espaldas controlaba sus pasos, y dándose
la vuelta se detuvo frente a mí, su cara animada por la cocaína pero con los
ojos inquietos, esquivos, incapaces de mantener mi mirada. Entonces, para
atraer y fijar su atención, le dije, en voz alta: -
El momento ha llegado, Taylor
San. Entonces me miró, con los ojos muy abiertos, la respiración un poco más
acelerada en su pecho, con una sonrisa que pretendía ser desdeñosa, retadora,
pero que delataba ansiedad en un leve temblor de la comisura de sus labios.
Su voz delataba esa inseguridad en el tono agudo de un falseto final cuando
dijo: “Okay, man. If you wanna this, you´ll get it right, man. I´m ready. I´m fuckin´ ready man …” Nos afrontamos, los brazos doblados y alzados, los puños dispuestos. Nos
fuimos aproximando, lentamente, observándonos de la cabeza a los pies. El
piso estaba resbaladizo de aceite, las plantas de nuestros pies descalzos
pronto quedaron embadurnadas. Se acercó con visible precaución, sólo su puño
izquierdo mostrábase bien erguido y apretado, el derecho oscilaba más lacio
por encima del ensangrentado vendaje. La cocaína hacía efecto en su cerebro,
en su corazón, pero era evidente que no estaba del todo restablecido. Le dejé un poco de iniciativa,
ensayar algunas fintas, amagar y golpear en el aire, tensos los bíceps. Mi
superior estatura me permitió ejercer un control inicial sobre él, le humillé
abofeteándole las mejillas, lo que le hizo resoplar de furor, sus ojos como
encendidos tizones. Reculó, pues había adivinado que su excesiva aproximación
conllevaba un elevado riesgo. Me lanzó una mirada de furioso reproche: sus
ojos me decían que abofetearle de aquella manera, como si fuera una puta, una
ramera castigada por su chulo, no era justo, no era noble, no era el trato
que merecía su masculinidad. Tanteó de nuevo, saltando un poco sobre sus
plantas desnudas, impulsando las piernas, lanzó un izquierdazo que me rozó
levemente el pómulo, abrasándomelo. Tenía fuerza en los puños, al menos en el
izquierdo. Su juego de piernas era ágil pero inestable. Se apreciaba en todo
caso que era un luchador profesional, que no era la primera vez que pisaba un
cuadrilátero. Entonces lo sorprendí: le lancé una patada a la cara,
fulminante, como un relámpago, inesperada para él por su vertiginosa rapidez,
se diría que casi no la vio llegar. Se tambaleó, visiblemente aturdido, hacia
atrás. Su nariz empezó a sangrar. Le seguí en su retroceso, lancé
de nuevo mi pierna derecha y clavé mi talón en su cintura en un golpe que le
hizo doblar la cadera, lanzó un sofocado grito de angustia, boqueó y se
encogió, doblando las rodillas, pero apenas un segundo después rugió como un
león y se disparó valientemente hacia mí y su dura cabeza impactó contra mi
estómago como un ariete de acero macizo, un golpe que sólo la tensa
disposición de mis abdominales pudo amortiguar. Era fuerte, sin duda, muy
fuerte, incluso en su debilidad, Jack Taylor, “el Americano”. ¿Lo había
subestimado? ¿Podía suponer un riesgo
letal para mí, en esta lucha a muerte?
No debía confiarme. No debía vender la piel del oso antes de cazarlo. Sentí, de veras, su cabezazo,
contundente como el de un carnero que lanza sus retorcidos cuernos contra los
de su oponente. Me doblé sobre su espalda en embestida al tiempo que
ejecutaba una férrea tenaza de sus brazos en torno a mi cintura en un claro
intento de estrangulamiento que suspendió mi respiración durante largos,
angustiosos segundos. ¿Había llegado mi hora?
¿Iba a ser yo quien muriera a manos de “El Americano”? Un hombre fuerte, sin duda, muy fuerte, un
rival digno de mi consideración, de mi respeto. Su presa era decidida,
intensa y constante, intentando llevarme al suelo, donde podría disponer
mejor de mí: a un gigante se le combate mejor cuando se le lleva al suelo,
debía pensar, y tenía razón, pero yo logré mantenerme en oscilante
horizontalidad y desde arriba, comencé a castigar su cabeza con las mazas de
mis puños. Golpe tras golpe, conseguí poco a
poco que fuera aflojando su presión y así el aire exterior, aun impregnado de
gasolina, comenzó a aliviar mis pulmones y a revivificar mis miembros. Proseguía
él, mientras tanto, su desesperado abrazo, ya más aflojado por el cansancio,
ofreciéndome necesariamente el blanco de su cabeza, que me había herido y que
yo castigaba, de su nuca y de su espalda donde fueron cayendo
alternativamente, en vertiginosa sucesión, codazos, puñetazos y al fin, en el
recio dorso del cuello, con el borde de la mano afilada, un tajo certero y
cortante que le hizo sacudirse violentamente hacia arriba con un grito de
angustia antes de desplomarse, sobre las rodillas primero, de costado
después, con la cara roja y contraida en un ríctus de amargo dolor. Pensé entonces en arrojarme sobre
él para estrangularlo en el suelo, pero hubiera sido demasiado rápido hacerlo
en aquel momento. Decidí dejarle un poco de tiempo para recuperar algo de
fuerza, caminé lentamente en torno a él, observándolo con cuidado: boqueaba,
jadeaba, estaba seriamente tocado; se frotaba con la mano derecha la abrasión
que mi golpe había dejado en su vigoroso cuello, una franja amoratada, casi
purpúrea, efecto de un golpe de karate que a un hombre tan solo un poco menos
fuerte que él hubiera producido la muerte instantánea. Pero él era muy
fuerte, extraordinariamente fuerte, como yo estaba pudiendo comprobar. Hice
amago de arrojarme sobre él, tan sólo para desorientarlo, para marearlo, y
aún sacó fuerzas para rechazarme con una patada rabiosa, con un grito de
rabia desesperada. Mis golpes en la cabeza le habían producido hematomas que
resaltaban inflamados entre su rubios mechones, dejando sangre y restos de su
cuero cabelludo en mis poderosos nudillos. Le permití unos preciosos
segundos de tregua durante los que se arrastró hacia donde se encontraba la
llave inglesa, arma defensiva por la que parecía sentir especial predilección
… sabía que sin un arma auxiliar contundente no podría vencerme o, mejor dicho,
no podría evitar ser vencido y perder la vida. Por ello se lanzó hacia ella
tan pronto volvió a verla en el suelo, agarrándose a su mango de acero como
un naúfrago a la balsa. Se incorporó trabajosamente, sobre inestables
rodillas, y mi miró de nuevo frente a frente, como un asustado primate que
confía sus últimas posibilidades de supervivencia al auxilio de una maza
defensiva. No consideré el suyo un gesto de
cobardía: de cualquier modo me parecía justo que pelease armado, para
compensar de algún modo el handicap
de su lisiada extremidad derecha. Así estaríamos al menos en condiciones de
una cierta “igualdad”, aunque el combate estaba ya totalmente desnivelado a
mi favor: él se había llevado, sin duda, la peor parte y mostraba signos
evidentes de debilidad y cansancio, si no agotamiento. Blandió su maza metálica, trató
de cazarme sin éxito con ella en repetidos e infructuosos intentos, la agitó
impotentemente, gruñendo y casi llorando de rabia por su torpeza ante mi
agilidad y la elasticidad de mis movimientos que me permitían eludir una y
otra vez sus acometidas. Mis reflejos operaban instantáneos, pues sabía que
un golpe certero de aquella herramienta podía producirme bastante daño, que
sus bíceps inflamados condensaban aún la suficiente fuerza para lanzar con su
brazo un golpe contundente. Insistió repetidamente, si bien cada vez con
menos fuerza y convicción. Entonces me cansé de aquel juego y decidí golpear:
salté con un giro vertiginoso en el aire y le descargué una nueva patada,
elíptica, en pleno rostro, seguida casi instantaneamente por una
centealleante sucesión de puñetazos, certeros, punzantes, efectivos, entre
los cuales comenzó a sacudirse como un desgajado roble que se llevara un
vendaval, incapaz de toda reacción … su boca y su nariz sangraban
abundantemente: le había partido, prácticamente desgarrado el labio inferior,
lamía y probaba su propia sangre y unos hilillos de mucosidad sanguinolenta
le pendían de la barbilla. Quedó aún erguido, pero grogui, las recias, velludas piernas tambaleantes, como si un
solo soplo bastara para hacerlo caer tras aquella andanada. El mango de la
llave inglesa se escurría entre sus dedos lacios, y la herramienta volvió a
caer al suelo con impacto metálico. En ese momento lancé mi brazo derecho
contra su pecho, puncé el esternón, le enganché el estómago con el puño
izquierdo al tiempo que expelía una sonora ventosidad, y me separé de él con
una rizada mata de vello arrancado entre mis dedos en pinza … eran suaves, de
un dorado semitransparente, una rubiácea pelusa con algún que otro pelo gris.
Al arrancárselos, gritó casi como una mujer trágica, con un estridente
falseto de angustia, como si el dolor que sentía saliese de lo más profundo
de su alma herida. Permítame estas palabras, profesor, pero esa fue la impresión
que su grito me dio. Entonces comprendí que ya no resistiría más. Sólo
quedaba completar mi labor. Se tambaleó hacia atrás,
hiperventilando, boqueando como un pez fuera del agua, mientras la sangre
seguía fluyendo de su nariz quebrada, de su boca partida. Por primera vez
sentía el auténtico, el verdadero poder de mis puños, cuando ya no hay nada
que pueda sujetarlos. Siguió retrocediendo hasta apoyarse de nuevo en la
carrocería del automóvil en interrumpida reparación, para evitar caer al
suelo, la cabeza semiabatida, apenas levantada para mirar, con estupor, sus
extirpado vello pectoral entre los nudillos de mi puño alzado, se palpó,
dolorido, con mano temblorosa entre los pectorales la porción de piel
depilada, enrojecida, llevé entonces el piloso despojo a mis labios y soplé,
burlonamente, disolviéndolo en el aire … Estaba sintiendo aquella ofensa a su
hirsutismo casi tanto como el dolor, si no más, casi tanto como el gancho a
su estómago, que lo había dejado doblado y sin aire. Entonces supe lo que iba
a hacer a continuación. “Eres un tipo muy peludo,” me
burlé, “pareces un mono, sí, y tienes cara de mono además, de hombre mono. ¿O
eres más bien una mona? Cuando te he
golpeado, a veces has chillado como una mona histérica. Te advertí que ibas a
sentir mis golpes como nunca antes hubieras sentido nada igual. Pero aún no
has sentido lo peor. Te dije que tú mismo podrías pedirme acelerar tu muerte
antes de que yo acabara contigo. Y seré yo quien decida el momento.” Acaricié entonces su amplio pecho
musculoso, deslizando mis largos dedos entre las matas rubias entreveradas de
gris que aún alfombraban sus pectorales. Permítame este lenguaje poético,
profesor, porque debo admitir que lo que hice con Jack Taylor, “el Americano”,
todo este proceso que terminó en su muerte, fue una de las experiencias más
hermosas de mi vida. Y quiero describírselo así. A mi contacto, su pecho
vibró, se estremeció, resopló con un silbido de fatiga. Acaricié sus
tetillas, palpándolas, y las sentí endurecerse bajo mi tacto. Seguí
hablándole, mientras lo preparaba: “Siempre me ha sorprendido lo
peludos que podéis ser muchos occidentales. Pelo en el pecho, pelo en el
vientre, pelo en las piernas, pelo en los hombros, pelo en la espalda, pelo en
el culo … un auténtico simio, un gorila rubio, algo viejo ya, un poco canoso,
un poco cansado, y por eso vas a morir. No hay sitio ya para ti en el mundo,
“Americano”, tus jefes se cansaron de ti, te entregaron a nosotros, te
entregaron a mí …” Acaricié suavemente
su estómago, con la marca purpúrea del golpe recibido, deslicé mis dedos por
el vello que descendía hasta perderse bajo el elástico del calzoncillo que
tapaba el ombligo. Se lo aflojé sobre la cadera, se lo bajé un poco, le
descubrí la prominente, peluda barriga. Se la acaricié. Ascendí de nuevo por
el estómago, agarré una nueva mata del pecho, cerca de la tetilla, y volví a
tirar, haciéndole gritar de dolor hasta saltársele las lágrimas. Intentó
responder adelantando el brazo, con languidez, pero se lo detuve en seco,
retorciéndoselo, y le trituré la nariz de un derechazo. Gimió de angustia,
boqueó, le faltó la respiración. Mucha más sangre comenzó a manar de su nariz
aplastada, fluía por su boca, por su barbilla, por su pecho. Así hasta tres intentos
por mantener un poco de su dignidad, adelantando el brazo en inútil defensa
pero mi puño, siempre más rápido, lo interrumpía sin piedad, lo colocaba en
su sitio, embistiendo en su vientre con una serie de ganchos endiablados,
certeros, que impactando en sus tripas las descolocaba, arrancándole un
diapasón de rítmicos, sonoros, olorosos pedos. Sus ojos azules, lánguidos,
tristes, eludían mi mirada como avergonzado de su debilidad y flatulencia.
“Espero que no te hayas cagado, “Americano”: no me gusta meter la polla en un
culo lleno de mierda.” Se lo dije así, bruscamente, con franqueza. Se
sobresaltó, como si no lo esperara. Pero no reaccionó con indignación, quizá
ya no tenía fuerza suficiente. Su mirada, desde abajo, era cada vez más
lastimera y humilde y en su rostro, hasta poco antes encendido, un poco
hinchado y amoratado ahora, había un tono de ceniza que preludiaba la palidez
del cadáver. Seguí hablándole: “Ya ves, “Americano”, esto se va
acabando para ti. Podría seguir así hasta hacerte vomitar las entrañas, hasta
dejarte hueco como la carcasa de la bestia que eres, yes, my friend, as you say, I could beat the crap out of you, your smelly crap, poor trash of a
tough guy, and now I spit on you!” Tras recibir mi salivazo, un
rescoldo de furia pareció revivir en él, rechinó los dientes en las
ensangrentadas encías, apretó el puño y lágrimas de rabia fluyeron por sus
abrasadas mejillas, pero apenas le quedaban energías para más. Comencé entonces a desgarrarle,
por el muslo, los calzoncillos impregnados de sudor, y descubrí que, en algún
momento de mi castigo, sin que yo lo apreciara, se había orinado en ellos.
Descubrí sus genitales, coronados por una densa espesura rubia, grandes,
dignos de un verdadero semental. Un último chorrito de pis fluyó de su polla,
después sólo gotitas que caían, intermitentes, al suelo. Parecía, en
cualquier caso, que había vaciado completamente su vejiga. La polla era
gruesa, rosácea, circuncidada, los cojones grandes y cubiertos de un vello
rubio, fino y sedoso. Bueno, ¿qué puedo decirle, profesor? Usted los ha visto ya, en las fotografías,
ya me ha dicho que también le parecen admirables. Sí, estaba muy bien dotado,
“El Americano”. Le apreté los blandos genitales,
y en sus ojos fluctuó una alarmada interrogación. Pero, desprovisto ya de
fuerzas, o tal vez por el “shock” emocional, era incapaz de reaccionar. “Te has meado encima,
“Americano”. Te has meado mientras te golpeaba. Esta prenda ya no te servirá.
En todo caso, no la necesitas ya.” Y, con un último tirón, lo
desnudé por completo. Le agarré la garganta y lo
apalanqué contra la chapa del automóvil. Podría haberme ensañado con sus
órganos masculinos, pero preferí partirle las piernas. Con una serie de potentes
patadones, empleando la técnica “Muay Thai” alternativamente con ambas
piernas, fui quebrándole las suyas. Golpeé primero sus muslos, que se
estremecieron como sacudidos por un terremoto. Entre golpe y golpe, iba
arrancando mechones de su vello corporal: del pecho, del vientre, del pubis …
una depilación integral, en crudo. Comenzó entonces a gritar como no le había
oído hasta ese momento, y sí, esta vez sus chillidos eran los de una mona
histérica, enloquecida por el dolor. Se lo había advertido, profesor, le
había asegurado que en algún instante de nuestro encuentro sentiría un dolor
tan insoportable que él mismo me pediría una muerte rápida. Bajo mis golpes,
sus piernas macizas, velludas, poderosas, se fueron tronchando como troncos
de árbol. Mis garras lo estaban, literalmente, pelando a tirones. Su polla y
sus cojones oscilaban a cada golpe. Suplicó entre aullidos: “Oh, no man, STOP IT, no more, I
give in … You win, you win, you wiiiiiinnnn, I give iiiiinn … Oh my God, my
legs, my haiiiiiiiiir … Ouch, ouch, ow, ow, OW, ooowww … Aiiiiieeehh …” Sus rodillas crujieron,
dislocadas, las piernas cedieron, quebradas, se desplomó en el suelo, como un
saco de carne desnuda, peluda, pelada, en las zonas forzosamente depiladas su
piel sangraba. En el suelo gateó por unos momentos, después se impulsó hacia
delante con los brazos, hinchando los bíceps, propulsándose con los codos,
arrastrando sus piernas que eran, ya, las de un inválido. Siguió un curso
zizagueante, sin rumbo, quería escapar, pero sus piernas estaban rotas, no le
servían ya. Escapar era imposible. Lo seguí en su reptar, lo centré
con mi pierna derecha, lo agarré por su cola de caballo, se la deshice
desprendiéndole la gomita elástica que se la sujetaba en la nuca, y por los
pelos sueltos lo arrastré sobre su vientre, sin apenas resistencia, hasta un
espejo de oxidado azogue, vertical, de cuerpo entero, ante el que sabía que
había estado ejercitando sus músculos durante su forzado confinamiento.
Sujetándolo firmemente por los cabellos, le alcé el rostro y el torso hasta
que pudo ver reflejada su patética imagen en aquella vieja luna arrancada a
algún aparador consumido por las termitas. “Mírate bien, Americano, aunque
tu vista se nuble por el agotamiento y las lágrimas velen tus ojos, mírate
bien, porque será la última imagen que de ti verás reflejada.” Tras darle un tiempo para la
autocompasión lo llevé hasta una pirámide de apilados neumáticos donde lo descargué como un fardo … Me eché
sobre sus espaldas, cubriéndolo por entero, encajé su cuello entre mi brazo
doblado e inflamado, lo abracé estrechamente, por atrás, desgarré finalmente el
resto de íntima prenda que aún cubría su culo y deslicé mi mano por la curva
de sus glúteos desnudos, globos tersos de blanco marfil, para mi sorpresa
casi desprovistos de vello, separados
apenas por la raja peluda y sudorosa, curioso contraste que no esperaba, y mi
piel comenzó a disolverse en su piel, mi sudor en su sudor, confundidos
nuestros olores, nuestros cuerpos parecían acoplarse sin resistencia, pero … “No, no,” gimió retorciéndose, “no, no … please, oh man, don´t do it … oh God, not this, don´t do this, don´t do thiiiiiiiiiiiss … don´t fuck meeeeeeeee!!” Trató de sacudirse de mi
presión, con una especie de renacido pero engañoso vigor, pero yo la reforcé
y él mismo abrió sus piernas intentando trepar por la montaña de caucho para
desprenderse de mi abrazo, resbaló y una de sus inútiles piernas se hundió en
el hueco de una rueda y allí quedo atrapada, sin que de nada sirvieran sus
esfuerzos por liberarse de aquel cepo que lo inmovilizaba, abriendo más su
culo y facilitando la consumación de mis deseos. Comprimía los músculos de
las nalgas en un desesperado intento por eludir aquella última humillación,
tratando de preservar un último ápice de dignidad varonil, berreaba su
protesta en una última, arrogante, súplica, su canto de cisne como macho,
aunque fuera entre sollozos: “Kill me! Kill me now, you
fuckin´ weirdo! Kill me now and get it
over and done with!! … Kiiiiiiiill meeeeee!!!” Entre las convulsiones de un
desatado, impúdico llanto, mi tenaza de acero en el cuello iba debilitando su
última voluntad de resistencia mientras, aprovechando lo que parecían sus
intermitentes desmayos, yo lo iba acomodando a mi placer en un máximo ángulo
de apertura de sus piernas entre la dura goma de los neumáticos hasta que,
convenientemente alzada la pelvis, su esfínter anal, ya empitonado por la
cabeza de mi serpiente pitón, apareció accesible, semidilatado, de un rosado
cereza circundado de vello rubio y sudado. Escupí lubricante saliva en los
dedos de mi mano izquierda, y la apliqué en torno al orificio ya violado que
diríase dotado de vida propia, pues se contraía y dilataba intermitentemente
y ante la inminencia de lo que iba a suceder, creyeron pulsar las yemas de mi
tacto, mientras extendía la saliva, lo acelerados latidos de su corazón. “Oh man, please I beg you, kill me, kill me, kill me.” “Sshh … Relájate,
Americano, voy a matarte, no debes preocuparte. Sé que lo deseas, sé que
quieres morir. La vida ya no tiene sentido para ti. Has llegado al final. Lo
sé. Yo te lo daré. Yo te mataré. No temas. Mi polla te matará. Mi brazo te
matará. En realidad, estás muerto ya, sólo eres una bestia empitonada. Un
cerdo a punto de ser destripado." Jamás olvidaré su último grito,
entre las últimas convulsiones de su carne, un grito que parecía desmentir
toda la vigorosa constitución varonil de mi presa, un grito prolongado,
lastimero, casi femenino, el grito de un eunuco ya, aunque la castración
debía aún esperar. A medida que el poderoso cuerno de mi verga inflamada lo
iba enfilando, un chillido estridente, continuo, que no cesó durante largos
minutos, efectivamente como el de un cerdo al ser acuchillado y rajado,
parecía salir a través de su boca desde lo más profundo de un ser en
destrucción. Lo follé a placer, prolongadamente, pero él sólo fue consciente
durante breve tiempo: había llegado al límite de su resistencia y perdió todo
conocimiento poco antes del final. Los lomos inflamados de mi serpiente
asomaron viscosos de mierda y sangre, de restos de esfínter y colon
desgarrados, me vacié en su seno con varios estremecimientos de placer antes
de que, con una última presión de mi brazo prensor en torno a su cuello, lo
hice expirar con un vómito de sangre. Cuando saqué el estoque, aún
pulsante de deseo, Jack Taylor, “El Americano” ya estaba muerto. Así consumé mi victoria. |