El Americano

 

 

VI

 

Yet each man kills the thing he loves,                                            Muere la bestia, muere el hombre,

By each let this be heard,                                                             muere el hombre, muere la bestia,

Some do it with a bitter look,                                                       no tiene más el hombre que la bestia,

Some with a flattering word,                                                        no tiene más la bestia que el hombre,

The coward does it with a kiss,                                                     pues no hay nada nuevo bajo el sol

The brave man with a sword!                                                         polvo es todo, y todo es vanidad

 

        Oscar Wilde                                                                                                       Eclesiastés

 

 

 Morimoto Kenzo, excitando la helada expectación del profesor X-San, fue pasando las páginas del álbum fotográfico con la colección de imágenes tomadas, post-mortem, a Jack Taylor, “El Americano”.  

 “La primera fotografía que ha visto, profesor, es el modelo de las que siempre me hago con los enemigos que mato: la pose de la victoria, la exhibición de mi trofeo, de mi presa muerta. En este caso, este mercenario extranjero que tantos problemas nos había causado. Antes de que mis otros hombres regresaran, Takahashi Koji ya había comenzado a disparar sus flashes. El guante de cuero negro que cubre mi mano y con el que agarro sus rubios cabellos, alzando su cabeza, no fue utilizado en ningún momento para golpearlo: lo demolí con mis puños desnudos. Es tan sólo un elemento de “attrezzo” para la fotografía, pero un elemento muy importante, un símbolo de mi poder, del poder de mi familia: en el dorso lleva inscrito, en caracteres dorados, “Morimoto”, el nombre de mi genealogía, y la palabra “Victoria”. Alzado sobre sus rodillas quebradas, impotentes, sus ojos azules velados por la neblina de la muerte miraban sin ver el foco de la cámara que inmortalizaba su mortalidad. Poco a poco, mientras recibía los flashes, sus pupilas fueron desplazándose hacia arriba en el globo ocular, como si buscaran, tristemente, algún otro punto donde fijarse que no fuera en aquellos helados flashes que captaban su cuerpo muerto, sus rasgos sin vida. No lo había. La vida, para Jack Taylor, “El Americano”, había terminado.

 “Sácanos favorecidos, Koji,” dije al fotógrafo sin voluntad de burla o sarcasmo, más bien con la conciencia de un artista de la lucha marcial que desea que su obra, por esencia instantánea y perecedera, quede para la posteridad, mientras sujetaba el cadáver por sus cabellos largos y rubios, ligeramente entreverados de gris, pues eran los de un hombre aún fuerte y vigoroso pero que se aproximaba a los cincuenta años de su vida. Una vida interrumpida, anulada, cortada en seco: no llegaría a esa edad. Mi poderoso pecho tatuado aún tremaba de excitación, al igual que mi sexo erecto, grandioso, desprendido del fundoshi, orgullosamente sucio de la sangre y excremento de mi víctima, cubierto también de jirones sanguinolentos de su tripa violada, desgarrada.

 “Usted saldrá mucho más favorecido que él, joven oyabun, ji, ji, ji …” comentó burlón Takahashi Koji, cuya ayuda me había sido tan inestimable para someterlo, tan trascendental que muy probablemente  había salvado, incluso, mi propia vida. Takahashi Koji tenía, debo decirlo, un macabro sentido del humor, no respetaba la paz del difunto, no honraba a los muertos, y más de una vez había hecho bromas sobre la apariencia física de mis víctimas después del “tratamiento quirúrgico” a que yo las sometía, durante y después del combate mortal, que tan deformados solía dejar sus rostros. Quise agradecerle, después de cierta inicial incomprensión, a Takahashi Koji aquel golpe inicial que tanto había debilitado a Jack Taylor, y lo hice concediéndole el privilegio de participar en el tratamiento post-mortem del cuerpo de “El Americano”. La mayor parte de ese tratamiento me correspondía a mí, pero destiné ciertas operaciones a la mano y el cuchillo de Takahashi Koji, y así permití que lo emasculara y extirpara su cuero cabelludo.

 “Takahashi Koji dejó momentáneamente su cámara, tomó su cuchillo de nuevo, se arrodilló ante el cuerpo que yo alzaba por los cabellos, y en un instante cortó la polla y los huevos de Jack Taylor con pericia y limpieza, en un movimiento contínuo y circular desde el perineo, en un solo paquete de carne que incluía toda la zona púbica, desprendiendo de su cuerpo los órganos naturales de su masculinidad. Cortó profundo, seccionando las raíces seminales, moviendo su mano con aquella infalible destreza suya con el cuchillo, y en pocos segundos me entregó los órganos sobre un pañuelo apenas ensangrentado, con una ceremoniosa inclinación de la cabeza, con una amplia sonrisa de satisfacción.

 “Extendí el cuerpo emasculado de Taylor sobre la pila de neumáticos, con aquella abertura oscura y profunda entre sus piernas muy abiertas y observé su rostro muy pálido entre la sangre y los hematomas, deformado por los golpes, desencajado por la tortura de mis puños, sus ojos aún abiertos en una mirada triste perdida en el vacío, una visión casi irreal con aquella amplia abertura negra, de bordes sanguinolentos y viscosos, producida por la mano experta y el cuchillo de Takahashi Koji, y experimenté un inefable estremecimiento de placer. La polla de Taylor, voluminosa, rosácea, circuncidada según costumbre muy extendida en su país, yacía sobre los cojones grandes, suavemente peludos, el escroto como piel de melocotón, y mis ojos asombrados vieron que en el extremo del miembro quedaban restos de una reciente espermación. ¿Había eyaculado, Jack Taylor “el Americano”, en algún momento mientras era torturado, tal vez mientras era enculado, sin que yo hubiera podido advertirlo?  ¿Procedía ese semen quizás de un reciente acoplamiento con su esclava sexual china, poco antes de la lucha, sin que le diera tiempo a secarse, humedecido quizá por la orina que había también expelido? Aquello, debo confesarlo, me intrigó. Y todavía me lo pregunto y me da rabia no poder dar a esa pregunta una respuesta cierta, concluyente. ¿Había eyaculado, instintivamente, ante la cercanía de la muerte, como una reacción refleja de su cuerpo de macho vigoroso por fecundar algo, cualquier cosa, aunque fuera el aire, ante la inminencia de su destrucción?” 

  Sumido en estas reflexiones, la mano grande, poderosa, de Morimoto Kenzo continuó pasando las páginas del álbum fotográfico ante los ojos hipnotizados del profesor X-San: los primeros planos de los órganos genitales de “El Americano” limpiamente cortados, seccionados circularmente, la amplia zona de carne coronada por la rubia y frondosa pelambrera púbica, parecían hechizarlo. “Debo confesarle, profesor, que me hubiera gustado castrarlo yo mismo, y aún vivo, como hice después con otros hombres,” añadió el oyabun, “pero pensé que debía aquel honor a Takahashi Koji. Al igual que la toma de su cabellera.”

 Las páginas y las fotografías fueron sucediéndose ante la vista expectante de X-San, que trataba de disimular ante Morimoto Kenzo su creciente excitación. En una serie de ellas, se mostraba el cuerpo de Jack Taylor suspendido en el aire con los brazos y las piernas extendidos  como si estuviera fijado a una cruz de San Andrés, pero con la particularidad de que no había cruz alguna que lo sostuviera: era un sistema de cinco grandes correas de caucho negro fuerte pero extensible, con argollas metálicas que las tensaban y sujetaban entre dos columnas de hierro del taller mecánico, convenientemente espaciadas entre sí para permitir la extensión de un cuerpo humano en semejante postura, una visión que me recordó a la imagen tan conocida de “El Hombre de Vitruvio” de Leonardo da Vinci. Un sarcasmo del destino.  

 “Es el sistema de correas de goma extensible que utilizamos para descuartizar los cadáveres de nuestros enemigos,” explicó Morimoto Kenzo. “Como puede ver, profesor, son anchas y sólidas, y permiten sostener apropiadamente cuerpos pesados, fuertes y vigorosos. Muchas veces las hemos utilizado para la tortura hasta la muerte de hombres de gran envergadura, que tras expirar entre ellas fueron en ese mismo lugar, todavía sujetos por ellas, despiezados como un carnicero despieza la carcasa de carne de un animal destinado al matadero. Incluso fatalmente debilitado por la muerte, el cuerpo de Jack Taylor era de una contundencia muscular considerable. Despedazarlo requería un hombre igualmente fuerte y vigoroso, o mucho más fuerte y vigoroso aún. Un hombre como yo.”

 Entre aquellos postes metálicos, sujeto y extendido de aquella forma por aquellas correas de caucho negro, el cadáver del mercenario, del sicario Jack Taylor, conocido como “El Americano”, fue sometido en primer lugar a la extirpación quirúrgica de su rubia cabellera. Takahashi Koji, el hombre que lo había “cazado” con su cuchillo, iba a ser su “ultimate hairdresser” por graciosa condescendencia de “el joven oyabun” Morimoto Kenzo. Diversas fotografías, tomadas en esta ocasión por el propio oyabun, documentaron el proceso para la posteridad. 

 Takahashi Koji agarró los cabellos del muerto con la mano izquierda y alzó su cabeza, que estaba naturalmente abatida entre sus hombros extendidos, para proceder con el cuchillo en su derecha. El previo y parcial afeitado craneal de “El Americano” demarcaba su cabellera por encima de la zona parietal y esa fue la línea capilar que Takahashi Koji decidió perimetrar en principio con la punta de su cuchillo. A partir de ahí, profundizando y cortando de oreja a oreja, seccionando la piel por debajo de la línea frontal del cabello, el aguzado filo comenzó a desprender la piel del cráneo, la mano izquierda agarrando y levantando el extremo de la melena para facilitar la operación. Poco a poco, el cráneo sanguinolento del muerto fue apareciendo, su macabra desnudez extendiéndose obscenamente a medida que el cuchillo procedía a desprender, con quirúrgica eficacia, el rubio cuero cabelludo. Finalmente, Takahashi Koji, arrojando el cuchillo ensangrentado al suelo, tiró decididamente de la parte frontal de la cabellera y el cráneo pelado, tan solo cubierto por una viscosa capa de tejido adiposo, quedó completamente al descubierto.

 “Horror y fascinación”. Esas fueron las palabras del profesor X-San cuando me habló de su impresión al ver aquello. “Excitación, también, señor Hidalgo,” me admitió. Y lo comprendí al instante. Nada que reprocharle, nada que censurarle, nada que condenarle. Somos “almas gemelas” el profesor X-San y yo. Morimoto Kenzo sabía muy bien cómo impresionarnos.

 El joven oyabun Morimoto Kenzo, con tan sólo diecinueve años de edad afrontó, venció en combate desigual, humilló, torturó física y sexualmente, y mató a Jack Taylor, de cuarenta y nueve años de edad, conocido, respetado, admirado, odiado y temido en el mundo asiático del hampa como “El Americano” por su larga carrera como mercenario en diversos países del subcontinente, destacando como fuerza brutal, pero altamente cotizada por su implacable eficacia, del crimen organizado. La mafia china lo consagró. La Yakuza lo eliminó. La mano del príncipe heredero, del inminente rey del más poderoso clan de la mafia japonesa, lo destrozó. Y lo descuartizó.

 En los diarios de la época del joven oyabun, jefe absoluto de su clan durante casi cuatro décadas, en las descripciones escritas de aquel coloso japonés, acompañadas de una extensa colección de detalladas fotografías, lo podemos comprobar.

 “Su cuerpo estaba extendido y suspendido entre los postes metálicos por cinco correas de caucho negro que sujetaban sus miembros. Dos de ellas alzaban y extendían sus brazos, ceñidas un poco por encima de los codos, dejando expuestas las articulaciones que debían ser cortadas. Otras dos, ceñidas un poco por encima de las rodillas, dobladas y desencajadas, estiraban y abrían las piernas, dilatando aún más el hueco negro donde habían estado su polla y sus cojones. La quinta correa ceñía firmemente su cintura, comprimiendo el vientre a la altura del ombligo, sus extremos estirados y enganchados a los postes metálicos. Su cabeza, escalpada, con el cráneo pelado en obscena exposición, caía flácidamente sobre el hombro derecho, peludo, musculoso, tensionado por el estiramiento. Takahashi Koji, con una inclinación de cabeza, me entregó la espada, enfundada en su vaina de cuero negro: en su funda están inscritas, en caracteres dorados, al igual que en mi guante ceremonial, “Morimoto”, el nombre de mi genealogía, y la palabra “Victoria”. Extraje la espada de la funda y comencé a cortarle las piernas, a la altura de las quebradas rodillas. No recuerdo ya si primero la derecha y luego la izquierda, o al revés. Pero eso, ¿qué importancia tiene?  Se las corté, primero una, después la otra, y una tras otra cayeron con golpes secos sobre la colchoneta de lona que habíamos extendido bajo el cuerpo suspendido. Las correas de caucho sólo sostenían ya la parte superior de sus piernas: seccionados los ligamentos de la rótula, los muñones quedaban expuestos. Pedí a Takahashi Koji su cuchillo y con él corté a ambos lados de la apertura de la emasculación para facilitar la tarea de la espada en la zona pélvica. Apliqué después la hoja y comencé a cortar, en un movimiento continuo pero no exento de esfuerzo: los muslos de Jack Taylor, “El Americano”, aun difunto seguían siendo poderosos, si bien ya impotentes. Mi sexo volvió a erguirse, en cambio, imponente, cuando vi abrirse su carne, roja y viscosa, al paso de mi espada. Sentí que podía eyacular en cualquier momento, y en efecto, mientras avanzaba en el corte, a medida que el interior del músculo iba desplegándose ante el filo implacable, que el obstáculo óseo quebraba con secos chasquidos y aparecía su carne cruda, su blanca grasa entreverada, mi cuerpo se estremeció, mi verga se alzó, vibró, pulsó, alcanzó su climax, y espermó. Supe entonces, más que nunca, cuál era mi verdadera naturaleza, mi verdadera esencia, el más profundo sentido de mi existencia.

 Los brazos vinieron después. Me fijé, al cortarlos, en la densa pelambrera rubia que los cubría, desde las manos hasta el codo, desde el codo hasta el hombro. Era un verdadero mono, un animal, un bruto aquel hombre. La teoría de la evolución, pensé, tiene razón. Muere el hombre, muere la bestia. Nada nuevo bajo el sol.

 

 

 “Sobre una mesa, desprendido de sus correas de caucho negro, el cuerpo descuartizado, emasculado y escalpado de Jack Taylor reposa en sus últimos momentos previos a la inhumación. Falta cortar su cabeza, tomar las últimas fotos y enviar copias de seguridad a los principales damnificados por sus acciones para dejarles constancia de que “El Americano” es ya – y para siempre – inofensivo. Para que esos hombres honorables no tengan duda de que, efectivamente, es él, volveremos a colocar, solo para esta ocasión, su cabellera escalpada sobre el cráneo, aunque la apariencia no sea muy favorecedora para el difunto. A un lado de la mesa, una hermosa joven china, su liberada esclava sexual, después del horror del “shock” inicial, solloza. ¿Cómo?!  ¿Llora la muerte de este hombre?  ¿Ha podido, quizá, llegar a enamorarse de él?  Porque sí, es evidente: llora por él, llora su final, llora por lo que le hemos hecho a “su hombre”. Sabemos, entonces, por confesión suya, que el esperma de Jack Taylor ha fecundado su vientre, que después de largos meses de convivencia con él va a ser madre de un ser engendrado en su seno por “El Americano”. Le mostramos su polla y sus cojones en el pañuelo que envuelve los órganos cortados. Ella gime, grita, aparta su mirada con espanto, vuelve a sollozar. El dueño del taller mecánico, que le traduce nuestras palabras, la reprende, la mira con reprobación. “Como ves, este hombre ya no puede follarte más. Porque él sólo te ha querido para eso, para follar. No olvides que eres una puta. ¿Que te prometió llevarte a su país?  ¿Qué sentido tiene eso?  ¿Cómo has podido confiar en la palabra de un extranjero, de un criminal, además? Vamos, vamos, deja de llorar, y no grites más, o te pegaré. No vale la pena que viertas esas lágrimas por él. Ya ves: estos hombres le han dado lo que se merecía. Yo lo he estado acogiendo aquí todo este tiempo sin saber quién era en realidad, a qué se dedicaba. Ahora lo sé. Mira cómo ha terminado. Y ni se te ocurra hacer más preguntas. Todo lo que tienes que saber ya lo sabes. Ahora debes volver a Taipei. Ya no tienes nada que hacer en Suao. Recoge tus cosas, vuelve a Taipei y ponte a las órdenes del señor Kwon. Eres muy bonita, y encontrarás hombres de sobra allí, hombres chinos dispuestos a protegerte. Y ni se te ocurra contar a nadie nada de esto, si no quieres terminar como él.”

 

 

 “Entendí, profesor, que a pesar de las circunstancias de su relación, aquella hermosa muchacha se había enamorado de Jack Taylor. Tras meses de convivencia casi conyugal, convertida en estable reposo del guerrero, cocinó para él, lavó su ropa, limpió su apartamento, durmió con él, folló con él, tal vez – incluso – hizo el amor con él. Tal vez Taylor se había cansado de toda su vida anterior y deseaba “hacer un nido”, quizás había sido seducido por unas artes amatorias que sólo algunas de nuestras mujeres orientales poseen en el mundo. Tal vez esta joven fuera una de ellas. No tuve curiosidad por comprobarlo. No me interesan las mujeres, es algo que supe muy pronto. En cuanto a esta, es posible incluso que al principio Taylor la maltratara, la golpeara algún día de mala bebida, o por capricho, quizás, pero una esclava sexual puede terminar enamorándose de su amo. Y su amo enamorándose de ella. Las chicas orientales, además, al igual que los varones a la inversa, suelen idealizar al occidental alto, rubio, fuerte y bien dotado sexualmente. Es “el complejo de Madame Butterfly”. En cuanto a Taylor, no dejaba de ser un hombre, y el corazón humano tiene sus misterios, incluso en un ser tan brutal como él. Decidimos, no obstante, un poco por capricho, que el ser que aquella joven llevaba en su vientre, el hijo o la hija de Taylor con esta china, no debía nacer. La obligamos a abortar. Le dijimos que, si no lo hacía, sus jefes la matarían. La acompañamos personalmente a la clínica. Comprobamos la ejecución de la operación. Era una manera de emascular de nuevo a Jack Taylor, de impedir que su semilla germinara póstumamente.

 El dueño del taller mecánico se dirigió a mí respetuosamente y me pidió:

 “Le pido, señor, que saque lo antes posible este … cuerpo de aquí. Usted lo ha matado y usted debe decidir qué hacer con él cadáver. Por favor, limpien cualquier resto de sangre. Mañana quiero abrir el taller y … esto debe haber desaparecido de aquí.”

 Y así lo hicimos. Conservamos la cabeza, la cabellera y los genitales y envolvimos el resto de las piezas, especialmente el torso, en amplias sábanas dispuestas para el efecto. Los sacamos en una furgoneta por la puerta trasera del taller. Era ya bien entrada la madrugada cuando, tras ascender por una escarpada carretera secundaria, llegamos a una colina boscosa que bañaba el claro de la luna llena. Cavamos profundo y fuimos enterrando los restos, bajo el foco helado de un astro sin vida.

 “Siempre pensé en Jack Taylor como en un animal, al igual que con los demás hombres que he matado. Para mí “El Americano”, como los otros, fue poco más que un bruto que debía sacrificar para evitarnos o hacer cesar su daño. Es posible que tuviera oculta, como los otros, una humanidad que yo no pude o no quise percibir. Eso no importaba. Es posible que dejara atrás una historia humana de hijo, hermano, amigo o amante antes de entregarse a su carrera criminal. Es posible que su corazón se enterneciera alguna vez, que en alguna ocasión mostrara un gesto cabal, sintiera respeto, compasión, incluso amor por alguien. Tal vez por esa hermosa joven china. No sé, ni me importan, las circunstancias que le llevaron al margen de la sociedad y de la ley, convertirlo en un mercenario, en un matón, en un asesino a sueldo, hacerle perder el respeto por la vida humana, ponerse él mismo en constante riesgo físico, transformarse en carne de cañón, en presa potencial de otros depredadores más fuertes, como yo, que terminaran destrozándolo.

 “Sólo sé, profesor, que si no han sido exhumados en estos últimos treinta años, sus restos reposan hoy bajo la tierra frondosa de una colina en la isla china de Taiwan, en el Trópico de Cáncer, rodeado por las aguas del Pacífico pero muy lejos de su estado originario de Kansas según su pasaporte. Al menos, la mayor parte de sus restos. Otros los conservamos, como souvenirs.”

 El profesor X-San me dijo entonces que Morimoto Kenzo extrajo, de uno de los cajones de la mesa de su despacho, el desgastado y último pasaporte de Jack Taylor, “El Americano”. Lo abrió y me lo mostró.

 “Usó a lo largo de su vida muchos pasaportes falsos, pero este es verdadero. Fíjese en esta fotografía. En realidad era un hombre guapo. Sí, un hombre hermoso, en su apariencia brutal. Aún ahora, tantos años después, cada vez que lo recuerdo, mi sexo se pone en erección. Creo que, de alguna manera, yo supe honrar su hermosura, aunque lo humillara animalizándolo, haciéndole creer que lo despreciaba, aunque le hiciera todo lo que le hice. ¿Conoce esos versos de Oscar Wilde sobre el amor y la muerte?  Ya veo que se sorprende, pero no debería hacerlo, pues eso muestra un prejuicio injustificado por su parte. ¿Acaso no lo ha apreciado hasta ahora? Me gusta la poesía, el arte, la meditación. Escribo haikus, ¿sabe?, desde que era niño. Ya sabe que nuestra cultura, nuestra historia, ha sido refinada y brutal al mismo tiempo. Pero, ¿cómo eran esos versos?  Sí, ya recuerdo:

 

 “Todo hombre mata aquello que ama. Unos lo hacen con una mirada cruel, otros con una palabra halagadora. El cobarde lo hace con un beso; el valiente, con una espada.” 

 

 Con una espada yo sólo los descuartizo. Los mato con mis propias manos. Yo soy un hombre valiente, profesor.”

 

 Morimoto Kenzo desplegó los labios en una amplia sonrisa, mostrando sus dientes grandes, muy blancos, sus colmillos afilados, como un depredador satisfecho de su más íntima naturaleza.

 El profesor X-San se estremeció.

 

 

    

 

 

 

 

 

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