Azuma I Tokio, diciembre 1989 Aquella mañana, cuando Azuma
Toshitami despertó sobre el rígido colchón de
su cama, interrumpido su sueño por la sincronizada melodía del
radio-despertador, sintió, en forma de agudas punzadas en determinadas partes
de sus miembros, que la inalterable salud de su cuerpo, todavía joven y pletórico
de fortaleza, comenzaba a sufrir el soterrado asedio del paso de los años. Calmó, no
obstante, el dolor, consecuencia para él de las largas horas de espartana
autodisciplina en el gimnasio, con el frío chorro del spray en los sobrecargados deltoides y varias friegas de linimento
en los abdominales de uno de sus costados. Aliviadas parcialmente las
punzadas, y tras realizar su tabla habitual sobre el impoluto suelo de su
dormitorio, se dispuso a afrontar el duro día que le aguardaba con todo el
brío que le había transmitido a través de los siglos su antigua estirpe de
samuráis. Tras un rápido pero meticuloso aseo y un frugal desayuno a base de
leche, cereales y un dedalito de “sake”, impecablemente vestido como un “yuppy”
occidental, salió de su aséptica madriguera para sumergirse en el ruidoso
caos urbano de Tokio. ·
Azuma
Toshitami acababa de inmovilizar, sobre el linóleo, a uno de sus jóvenes
discípulos. El lampiño
muchacho, apenas un colegial de unos catorce años, se había ido aproximando
al maestro en simulacro de ataque con cuchillo, pero la resolución de su
salto final era tímida y evidenciaba respeto. Azuma Toshitami, en un abrir y
cerrar de ojos, lo tumbó sobre su vientre y lo apresó doblándole el codo, haciendo saltar el arma de su mano. La tomó
él por el mango con la punta de sus dedos, como si quemara, y la arrojó
teatralmente a un lado. Sonrió el joven tras su mueca de dolor, alzó con
sumisa adoración los ojos hacia el veterano karateka y fue asintiendo con
docilidad a cada una de sus indicaciones y consejos. Ya en pie, y frente a
frente, se saludaron cortésmente siguiendo el rito. Cuando el
adolescente hubo abandonado el recinto, se limpió Toshitami el sudor de la
cara con una toallita, se quitó la cinta morada con círculo rojo de la frente
y se dirigió a las duchas atravesando un largo pasaje flanqueado de aparatos
gimnásticos. Durante unos minutos dejó que el agua resbalara sobre su
musculatura de bronce, empapando la erección que casi siempre desarrollaba
tras estas horas de lucha simulada. Al salir de
los vestuarios, el cinturón negro 10º Dan, nacido treinta y seis años atrás
en la populosa ciudad de Osaka, volvía a transformarse en un atildado y
elegante “dandy” nipón, perfumado de viriles aromas, trajeado con las mejores
prendas de la élite diseñadora de Europa. Su estatura, superior a la media
japonesa, daba realce a la vestimenta y los músculos acerados se comprimían
bajo las finas telas que disimulaban apenas los contornos bellamente curvos
de hombros, brazos, pecho y cintura. Su americana pulcramente planchada, los
pantalones de rectilíneo dibujo bien ajustados al muslo, su corbata italiana
de seda, accesorios dorados en solapas y puños de la camisa, zapatos ingleses
relucientes … un vestuario que resaltaba no solo la atlética configuración de
su cuerpo, sino también una posición social a la que había accedido no sin
esfuerzo, estudiadamente convencional incluso en una sociedad como la
japonesa, aunque paradójicamente dentro de los cánones más ortodoxos de la
elegancia burguesa occidental. Antes de
reintegrarse a las ajetreadas calles de Tokio, fue prodigando corteses
inclinaciones de cabeza, con una sonrisa sincera a veces, otras
controladamente hipócrita, a todos los conocidos que permanecerían aún en las
instalaciones del gimnasio tras su marcha. Eran numerosos, porque Azuma
Toshitami era un hombre apreciado y conocido en Japón, generalmente admirado por pasadas proezas
deportivas, además de por su posición como agente de élite en las fuerzas de
seguridad de su país. En este último desempeño había obtenido una sucesión de
éxitos que le habían convertido en un hombre tan popular que incluso en una
entrevista el “Asahi Shimbun” llegó
a calificarlo como “Nippon James Bond”,
apelativo que él rechazó inmediatamente, con cierta irritación según su
entrevistador de esta manera: “No soy
ningún James Bond. Primero porque
no soy un personaje de ficción: soy un hombre de carne y hueso. Segundo porque no soy un agente secreto, actúo a la vista de todos, no oculto lo
que para mí es un alto honor: el
servicio a Mi Patria y a Mi Emperador. Y tercero y lo más importante porque soy japonés y de
ello me enorgullezco.” ·
Al salir del
gimnasio caminó Azuma Toshitami con rápidos pasos hacia el aparcamiento
reservado para clientes especiales, saludó al agente de seguridad que
custodiaba el recinto, se introdujo en su flamante automóvil y puso dirección
hacia el restaurante donde, rodeado de antiguos compañeros de infancia y
juventud, se disponía a celebrar el día de su aniversario. Al tiempo
que conducía, moderadamente tenso como un astronauta en su cápsula, fue
contemplando, con mirada fría e inexpresiva, toda la vida bullente de la gran
ciudad que iba pasando como una película ante su parabrisas, sin perder por
ello su concentración al volante, con ocasionales ojeadas al espejo
retrovisor. Azuma Toshitami desde el interior de su auto veía sin ser visto porque las ventanillas
estaban tintadas; no era por consiguiente cierto que este superpolicía
actuara “a la vista de todos” como de manera un tanto alegórica había
afirmado ante el periodista: desde que comenzara a cosechar un éxito tras
otro en su lucha contra el crimen organizado en su país, Azuma Toshitami
había dejado de ser “un anónimo agente de la policía imperial” y se había
convertido en un personaje público de importante relevancia. Su pasada
popularidad como karateka olímpico ganador de varias medallas de oro no
contribuyó precisamente a que desde su juventud Azuma Toshitami pudiera
“invisibilizarse” como funcionario policial: atraer la atención de millones
de espectadores a través de la televisión por convertirte en un héroe
deportivo de tu país tiene “estos inconvenientes” y desde entonces el policía
fue foco de atención para la prensa. Su narcisismo por otra parte, no exento
de cierto exhibicionismo, tampoco le ayudaba a pasar desapercibido: de manera
más o menos consciente a Azuma Toshitami le complacía atraer la atención de
sus compatriotas. Podríamos afirmar que, en muy buena medida, su éxito
deportivo primero y policial después le envanecieron: ser un referente
heróico para las nuevas generaciones de japoneses era algo que en absoluto
desagradaba a nuestro agente Azuma. Pero cuando la Comisión Nacional de Seguridad
Pública decide encomendar al más
prestigioso de sus policías la coordinación general de la lucha contra la
Yakuza es evidente que ese policía por
muy prestigioso que sea tiene que tomar … ciertas precauciones. A llevar
guardaespaldas Azuma Toshitami renunció – curiosa
decisión en un hombre que durante años fue director de una escuela de guardaespaldas – pero a que las
ventanillas de su nuevo vehículo fueran tintadas … el superpolicía no sin
cierta renuencia finalmente accedió: cuando un hombre declara la guerra a la
Yakuza no es conveniente que a partir de ese momento “a la vista de todos
pueda su carro conducir”. No escasean expertos tiradores entre Esa Organización
que en un solo segundo la tapa de los sesos de ese hombre puedan hacer volar.
Mientras
conducía Azuma Toshitami fue descargando un poco la tensión que estos
pensamientos a su mente atraían … cuando el superpolicía se sentía un poco inquieto procuraba
concentrarse en su momento presente con un adecuado control de su respiración
… comenzaba destensando un poco los dedos en torno al cuero negro del
volante: lo acariciaba con su pulpa, suavemente, sin presionar, disfrutando
el agradable contacto, sintiéndose el único conductor y dueño absoluto de su
vida … con la respiración más calmada se distendían por igual los músculos que
en los hombros y en el costado se le agarrotaron, el incipiente reúma de la
rodilla se disipó como un humor volátil … NO: no sería necesario acudir a la
consulta del fisioterapeuta. Sentía una tranquila alegría por aquel encuentro
nocturno con sus camaradas, todos valientes y expertos luchadores como él,
compañeros de aventuras juveniles ahora inconfesables, que aunque como él no
eran ya tan jóvenes seguían siendo – superadas
en más de un lustro sus treintenas – voluntariosos y vigorosos, con unos
cuerpos de acero que siempre procuraban mantener en plena forma. Azuma Toshitami se ajustaba con coquetería
varonil la corbata de seda ante el espejo retrovisor y su pelo corto, negro y
brillante de gomina, emitía reflejos metálicos en el azogue; estiró
exageradamente los músculos de la mandíbula en una mueca para asegurarse de que
entre sus labios el marfil de sus dientes permanecía impoluto e intacto:
normalmente su ademán era severo pero cuando sonreía el agente Azuma era
consciente de su poder de atracción tanto entre hombres como entre mujeres …
a los primeros cautivaba con su carisma, a las segundas … con algo más …
también … por debajo del pantalón, presionando el tallo y la cabeza contra la
prenda interior, el pene del policía se ha ido poniendo en erección … su
mente evoca imágenes de bocas pintadas, de erectos pezones, de vaginas
lubrificadas con su jugo natural, de cosquilleantes clítoris … a pesar de esa
entrega casi espartana a su profesión Azuma Toshitami nunca ha sido un monje
ni un asceta y se ha deleitado en el erótico placer que le han proporcionado
numerosas mujeres, aunque nunca fueron duraderas sus relaciones – la
vinculación emocional con una mujer no era algo que estuviera en su
naturaleza de samurái – salvo en aquella ocasión con aquella extranjera de la
que estuvo a punto de … enamorarse
... “Selma … Selma …” suspira el
policía mientras se endurece un poco más su erección ... el superagente Azuma
sacude la cabeza casi inconscientemente, como para apartar esos pensamientos:
“NO. No pudo ser. No tenía sentido. Era
una mujer muy hermosa. Pero era sueca.
Yo soy japonés …” El policía piensa en pasado: “era …” como si de alguna
manera la que llamaba “mi hermosa walkiria” hubiera muerto ya para él. “Mi hermosa walkiria” piensa y casi se
avergüenza de aquellas pretéritas efusiones casi poéticas. “Eres eléctrico, Toshitami” le decía
ella jadeando mientras alcanzaba su orgasmo. Azuma Toshitami sonríe con
socarronería mientras lo recuerda, comprensiblemente orgulloso de sus dotes
como “Casanova” ocasional: “SI, la
dejaba muy satisfecha, je, je, je, je …” En ese momento la erección del
policía parece pedir un desahogo sexual casi inmediato. “Esta noche … después de la cena … necesito … una mujer … mi regalo de aniversario …” ·
Muroran: un
restaurante de lujo en pleno centro de la capital. Azuma Toshitami ha
conseguido aparcar, poniendo en ello toda su marcial serenidad, procurando no
perder los nervios puestos a prueba finalmente por dos amagos de colapso
circulatorio sobre el asfalto de Tokio. El grupo de amigos sale por la puerta
a recibirlo con sonrisas radiantes, a pesar del retraso. Toshitami se
disculpa y la cortesía nipona se despliega de nuevo en una sucesión de interminables
inclinaciones de frente: Azuma quiere saludarlos a todos y todos lo quieren
saludar a él. Hace exactamente un año que no ve a la mayoría de ellos, cuando
se reunieron en este mismo lugar para celebrar su anterior aniversario: la
vida de los policías es ajetreada y apenas tienen tiempo los viejos amigos
para celebrar su amistad. Tras las formalidades los hombres se relajan: como muchachos
en alegre celebración llevan entre todos al homenajeado, casi en volandas,
entre risas de complicidad, al interior del refectorio. Azuma Toshitami, con
el rostro muy serio, les dirige en la entrada una admonición: les recuerda
que el “Tenno” está gravemente enfermo – algunos por lo prolongado de la
enfermedad parecen haberlo olvidado – y que por ello deben comportarse con el
debido respeto al anciano y agonizante Emperador. Aunque esta cena de
cumpleaños ha sido reservada en este restaurante para ellos solos – otros
comensales no ocupan mesas a su alrededor – no debe un honorable japonés esa
circunstancia en ningún momento olvidar. Los hombres asienten con el mismo
serio ademán y uno de ellos se cuadra como un soldado y grita: “¡Tenno Heika
Banzai!” (“¡Larga vida al Emperador!”). “¡Tenno Heika Banzai!” responden
todos como el solo hombre que en esos momentos son. La voz grave de Azuma
Toshitami sobresale entre todas en su deseo de larga vida al moribundo
monarca, el único que han conocido como leales súbditos a lo largo de las
suyas: “un dios” convertido en
humano por la fisión del átomo sobre Hiroshima y Nagasaki en dos días de
agosto de 1945. Tras la
admonición, no obstante, el rostro de Azuma Toshitami vuelve a convertirse en
una máscara de auténtica felicidad. Estar “entre los suyos” es para el
policía casi lo mejor que un hombre como él puede desear, aparte del placer
esporádico del cuerpo de una mujer, y esta noche tendrá todo eso en sucesión.
El propietario del local, escoltado por una cohorte de camareros, recibe a
Azuma Toshitami y a sus compañeros con reverencias y los conduce a la amplia mesa
reservada, exquisitamente decorada y dispuesta con todos los detalles en
orden. Toman asiento con educadas maneras, superada la instantánea efusión
informal de la entrada, aunque parece dominarles una especie de excitación
infantil. Azuma hace al “maitre” una señal para que se acerque hacia él, y cuando
lo hace le susurra al oído que sean las “geishas” las que sirvan los platos. Al
escuchar lo que susurra, el compañero más cercano a él sonríe con
socarronería y en sus ojos se encienden chispas de excitación. “¿Habrá para
todos, Toshitami?” le pregunta con picardía. “Todos quedaremos esta noche
satisfechos,” le responde sin sonreír el anfitrión. La erección del agente
Azuma presiona nuevamente contra su calzoncillo de blanco algodón por debajo
de la tela perfectamente planchada de su pantalón. Como todos sus compañeros
está excitado y expectante ante lo que la noche promete. Hay mucho de
machismo en este tipo de reuniones: por debajo de las formalidades, sobre
todo cuando el alcohol los va desinhibiendo, estos machos nipones hacen
circular chistes de una grosería que no tendría nada que envidiar a la de los
machos occidentales; pero estas mujeres, embutidas en sus kimonos de
diferentes colores y maquilladas al efecto como exige la antiquísima
tradición, demostrarán, una vez más, su delicada sumisión al varón, y en
cierto modo con esa delicadeza los irán poco a poco amansando. Y así, con sus
rítmicos pasitos, sus encantadoras sonrisas, sus blanqueados óvulos que
decora el rojo intenso de los labios, con sus movimientos acompasados de pajarillos,
van depositando en la mesa las muy diversas especialidades de pescado solicitadas
por los clientes: atunes casi crudos que aún desprenden un hálito de vida,
frituras de “frutos del mar” rebozadas en fuentes de verdura, pastelitos de
arroz y rollitos de “sushi” acompañados de diversas salsas, y para beber por
supuesto “sake”, el alcohol de arroz, prolongado por unas rondas de cerveza. Pronto
comienzan los brindis y cánticos en honor de los treinta y seis años vividos
por Azuma Toshitami y algunos de los comensales sueltan ya chispidos etílicos
que les hacen perder un poco la compostura: el trasero de alguna “geisha” se
lleva un pellizco por encima del kimono, y cuando lo advierte el agente Azuma
reprende severamente con la mirada a su chabacano compañero, porque no es un
hombre que permita en su presencia afrentas a la tradición; con ojos de
metálica frialdad parece decirle: “¡Contrólate, no seas impaciente! Esta noche la vas a disfrutar, esto es una
ceremonia, ¡respétala ahora!” Azuma Toshitami ejerce por tanto con estos
hombres el papel de un hermano mayor que reprende a los pequeños, casi el de
un padre pese a tener todos ellos casi la misma edad, y es en esos momentos
cuando su carisma se manifiesta también. El procaz pellizcador del culo de la
“geisha” parece avergonzarse y asiente ante la admonición de Azuma con
sincera contrición. Una de las “geishas”,
de edad indeterminada, acompaña con sus propias canciones y palmaditas la
pequeña fiesta, que pese a su naturaleza absolutamente varonil desprende un aroma
de cursilería que contrasta con sus ocasionales momentos de testosterónica
grosería. Al terminar su cantata, una historia de amor picarona entre una
“geisha” y un joven samurái, la mujer da un fugaz beso a Toshitami en su
enrojecida mejilla, entre las risas y las bromas ahora más inofensivas de sus
compañeros. Son como niños en realidad estos hombres que pasan
intermitentemente de una inocencia casi infantil a una procacidad que delata
su lujuria animal. Azuma Toshitami no era en este sentido una excepción,
aunque una inteligencia y un nivel cultural superior al de sus compañeros le
permitía una mayor contención: eso le había permitido también una mayor
capacidad de seducción con las mujeres pues su prurito de “gentleman” nipón
se añadía como un plus al atractivo de su cuerpo atlético modelado por años
de ejercicio y esfuerzo. La vida de
Azuma Toshitami, superadas ciertas audacias de juventud que le llevaron a bordear el
precipicio, podía considerarse plena, a pesar de su íntima discordancia con
el sistema político al que servía como policía. Desde que el mítico Imperio
del Sol Naciente se había convertido en una comunidad de asépticos robots
entregados a la producción capitalista de bienes de consumo, en el aspecto
político había algo que íntimamente repelía a este policía: el elevado nivel
de corrupción de la élite dirigente, de la que era máximo exponente el caso
del antiguo primer ministro Tanaka implicado en el escándalo de los sobornos
de la “Lockheed”, que había supuesto una auténtica conmoción en el país. El
sentido del honor de Azuma Toshitami (heredado de su antigua estirpe de
samuráis) le hacía despreciar a los políticos y empresarios corruptos y
durante los últimos años había hecho de la lucha contra la corrupción y el
crimen organizado sus señas de identidad como superpolicía. Como Eliot Ness,
Azuma Toshitami dirigía su propio grupo de “intocables” con cierta “carta
blanca” en su empresa de “limpiar y purificar” su país. No eran estos que
ahora estaban con él, no obstante, “sus intocables”, solo sus compañeros y
amigos de infancia y de juventud que le admiraban y reverenciaban con
verdadera devoción, a los que ahora agasajaba en su aniversario. Obligado por el grupo, no tuvo más
remedio que canturrear un poco, y balbuceó con ronca voz de barítono una
vieja melodía que aprendió de los dulces labios de su madre, cuando era un
tierno niño que no había abandonado aún el regazo maternal, en su antigua
casa de Osaka. La canción, por lo tanto, era de una inocencia infantil que
contrastaba con la gravedad de su voz. Pero no transparentaba Toshitami
ningún tipo de emoción, de soterrada nostalgia por la madre muerta o por el
padre gravemente enfermo que agonizaba lentamente en Osaka, asistido tan sólo
por los cuidados afectivos de una hermana del policía. Nunca fue buena la
relación con su padre, un capitán del ejército que combatió en la guerra,
atormentado por las atrocidades que cometió en Corea, sumido durante años en
una depresión por la derrota, que volcó en el pequeño Toshitami todas sus
frustraciones con frecuentes maltratos físicos que, cuando el muchacho
comenzó a crecer, no estuvo dispuesto por más tiempo a soportar: el día que
alzó su puño amenazando a su padre con golpearlo si este se atrevía a ponerle
de nuevo las manos encima … el último vínculo que existía entre ellos se
rompió para siempre, de manera irreparable. El orgullo de los dos hombres les
impidió volverse a dirigir la palabra: nunca más se volvieron a hablar. Pero
el policía no lo lamentó, al contrario, se sintió liberado de esa
vinculación: a pesar de ser su más inmediato eslabón con una ancestral
estirpe de samuráis, nunca sintió Azuma Toshitami verdadero respeto y mucho
menos admiración por su progenitor. Por su madre, en cambio, siempre sintió
una verdadera devoción filial. Siempre la amó. Mientras
cantaba la canción que le enseñó su madre, el agente Azuma procuraba que
ninguna emoción sacudiera su corazón. Por eso la cantó con cierta aceleración
(lo había hecho sólo por la insistencia de sus camaradas, casi sin pararse a
pensar en ello y estimulado por los efluvios del alcohol) pero cuando terminó
casi se sintió avergonzado … apretó los dientes y sacudió la cabeza con
determinación. “¡Malditas sean las emociones!” parecía pensar. Azuma
Toshitami era un hombre feliz (¡muy feliz!) y no quería que nada (ni nadie)
alterase esa felicidad: ningún melancólico recuerdo, ninguna anticipatoria
ansiedad. Si alguien, en ese momento, le hubiera dicho que ÉL iba a morir
antes que su padre, que ese aniversario que celebraba con sus compañeros iba
a ser el último de su vida, Azuma Toshitami con toda seguridad hubiera
estallado en risotadas y a continuación, dejándose llevar por el furor, hubiera
apalizado severamente a tan funesto profeta. Era conocido por sus compañeros
– algunos de los que lo agasajaban habían sido testigos – que cuando el furor
se apoderaba del agente Azuma podía este perfectamente matar … poco
imaginaban que sería ÉL quien ese mismo año recibiría la muerte de manos de
Un Matador que matándolo inauguraría una prolongada carrera criminal. ·
Aunque había
bebido bastante alcohol – lo que no le impidió eyacular con satisfactorio
orgasmo en la vagina de la geisha que le dedicó su canción y le besó en la
mejilla después – cuando Azuma Toshitami
llegó por fin a la soledad de su apartamento, no daba muestras de
aturdimiento. Sabía neutralizar con su propia mente los efectos en ella del
alcohol y el sexo ocasional: aunque
bebía con frecuencia, su organismo lo expulsaba sin dificultad por el sudor y
por la orina; de su desempeño sexual ninguna mujer hasta ahora había quedado
insatisfecha … bueno, una “SÍ”, pero
eso fue … hace muchos años ya … e incluso en este último caso su cuerpo
siempre había funcionado como un
reloj, como un mecanismo de altísima precisión … El piso del
policía era una estancia diseñada con geométrica frialdad funcional, llena de
metal reluciente, de reducidas dimensiones atendiendo a la dramática falta de
espacio que se vivía cotidianamente en Tokio; metálicas persianas venecianas cubrían
ventanales estrechos, alargados desde el techo hasta el suelo,
convenientemente insonorizados: una “madriguera” de estilo minimalista. Una
gran fotografía en blanco y negro de Hiro-Hito, el agonizante Emperador,
hacía palpable la fidelidad monárquica del policía. Debajo de la efigie, un
rótulo ponía “Showa” (Paz y Armonía) lema con el que accedió al trono, en
1926, el ahora anciano y moribundo monarca. Y bajo ese letrero, un jarrito de
porcelana con un crisantemo de dieciséis pétalos. Azuma
Toshitami, pulsando un interruptor, encendió los tubos de neón blanco del
techo, que bañaron la estancia de una lechosa luminosidad, desplegó la cama
adosada a un aparador empotrado en la pared, pulsó el botón de su mando a
distancia para encender el televisor de alta definición, y mientras miraba
las imágenes que aparecían en la pantalla dando cuenta de las últimas
noticias sobre la agonía del Emperador, se fue desnudando con parsimoniosa
complacencia. Procuraba evitar la mínima arruga en cada una de sus prendas
mientras las doblaba en las perchas del armario, y se quedó en su breve
calzoncillo de blanco algodón, muy ceñido a su carne, casi adherido a ella
como una segunda piel, impregnado del sudor segregado durante el acto sexual
con la “geisha” en su reservado del restaurante y “secreta casa de placer”.
Su esqueleto estaba cubierto por una convexa musculatura que cambiaba de
forma, con efecto caleidoscópico, a cada uno de sus movimientos. Todo en él
era duro y compacto como plomo brillante. Casi completamente imberbe, su piel
parecía de porcelana, de un bronce bruñido, de un color cobrizo casi natural,
y sus miembros, trabajados por el rigor del esfuerzo en las artes marciales,
se desplazaban con agilidad por el espacio de su hogar. Se sentó en la cama,
sin dejar de prestar atención al noticiero nocturno, con un tubo de spray en la mano, se aplicó el
analgésico sobre los deltoides, extendió la loción con los dedos … flexionó
el cuello, lo oyó crujir un poco, y apuntó el spray también hacia ese punto. Su rodilla derecha igualmente
volvía a molestarle, y aplicó el analgésico sobre ella. Azuma Toshitami
suspiró considerando si no estaba ejercitando su cuerpo en exceso: a los treinta
y seis años uno no es un muchacho, aunque no sea ningún viejo, y tal vez
debería … ¿debería? … ¿debería qué? …
¿tomarse unas vacaciones? … ¿descuidar
su forma física? … ¡no, claro que no, y mucho menos ahora! … ¡lo único que
necesitaba era un buen fisioterapeuta! Acababa además de hacerle el amor a aquella mujer …
porque Azuma Toshitami no se consideraba ningún bruto como alguno de sus
compañeros y prefería pensarlo así: no se la había “follado” sino que le
había “hecho el amor”. Hace muchos años ya que Azuma Toshitami no es violento
con las mujeres: es cierto que en algún momento de su juventud … cometió algún exceso con alguna de ellas … pero aquello estaba ya en su pasado: era muy joven entonces y no sabía
controlar sus explosiones de testosterona, ni con las mujeres ni con los
hombres. Pero el tiempo ha ido pasando y Azuma Toshitami ha ido aprendiendo
muchas cosas: ahora es un hombre en la cúspide de su madurez que sabe
controlarse en casi todos los aspectos de una vida que considera casi plena … casi … el policía vuelve a sentir su erección presionando el
algodón del calzoncillo: a sus treinta y seis años conserva la potencia
sexual de un muchacho … acaricia casi inconscientemente los contornos del
pene que presiona la tela, siente en ella la viscosidad … sonríe al recordar
los gritos de éxtasis para nada fingidos de la “geisha” mientras alcanzaba su
orgasmo … los blancos muslos de la mujer temblando como gelatina mientras la
penetraba … “eres eléctrico, Toshitami,” le decía Selma, y en cierto sentido
tenía bastante razón: su cuerpo transmitía electricidad al cuerpo de la mujer
durante una cópula que sabía prolongar hasta el éxtasis … Azuma Toshitami era
también en esto un atleta de élite: mientras sus compañeros probablemente se
habían limitado a satisfacerse en su propio desahogo, Él, incluso con copiosa
comida y alcohol en el cuerpo, había hecho gritar a su compañera de auténtico
placer; el policía se incorpora,
prende con los pulgares la cintura elástica del calzoncillo e inclinándose un
poco lo hace descender por sus piernas … su pene protubera aún en erección:
su tamaño es relativamente modesto pero eso a él – que es inteligente – nunca
le ha importado; sabe muy bien que lo importante no es la longitud del
miembro de un hombre sino lo que con
ese miembro un hombre pueda hacer;
sabe Azuma Toshitami que los occidentales atribuyen a los japoneses – como a
sus vecinos del Extremo Oriente – una escasa dotación genital pero él siempre
se ha reído cuando ha escuchado esos rumores: ha compartido a lo largo de su
vida suficientes duchas con compañeros para saber que “eso no es siempre
así”… no ha comparado su pene con el de ningún occidental pero entre los de
sus compatriotas considera Azuma Toshitami que su miembro … “no está nada
mal” … el policía desprende el calzoncillo de sus pies y entra en el cubículo
de la ducha para desprender de su cuerpo el sudor, de su pene los posos de su
semen y la savia segregada por la “geisha” durante su orgasmo; apaga con el control remoto el aparato de
televisión, se vuelve hacia el aparador y extrae un kimono de seda morada que
se pone como pijama: siente la acariciadora suavidad de la prenda sobre su
carne que el agua caliente ha limpiado, el confortable calor que le ofrece en
estas noches de invierno, se la ajusta con un lazo a la cintura, la tela resalta
sus formas atléticas con tanta elegancia como el resto de su ropa: hay
cuerpos que están genéticamente preconcebidos para atraer y el de Azuma
Toshitami es definitivamente uno de
ellos … ignora el policía no obstante que apenas dentro de doce meses su
cuerpo sin vida comenzará a corromperse … ignora que Una Mano Magnífica le
dará la muerte … ni siquiera lo presiente … la única muerte que ahora
presiente es la de Su Emperador … pero era de esperar … es lo que se espera
de un anciano de ochenta y siete años … de un hombre que hace mucho tiempo –
por imposición de los vencedores – perdió el don de su divinidad … el policía
no obstante lo sigue adorando como al Mayor Símbolo de Su Nación … un hombre
consumido por casi nueve décadas de vida que ahora está a punto de morir … se
arrodilla ceremoniosamente ante Su Efigie e inclina su cabeza mientras sus
labios musitan una oración sintoísta … se introduce después en el lecho donde
yace de espaldas, con el antebrazo derecho colocado bajo la nuca, la cabeza
apoyada en la pequeña almohada. Azuma Toshitami está ligeramente insomne a
pesar de la intensa jornada … aunque no quiera reconocérselo la creciente
presión de su responsabilidad en la lucha contra el crimen organizado ha
detraído bastantes energías de su cuerpo y de su espíritu durante estos
últimos meses, por eso para él la coincidencia de su aniversario con este fin
de semana y las pequeñas vacaciones concedidas por la Comisión Nacional de
Seguridad durante estas últimas semanas de la agonía del Emperador le han
venido muy bien: “Tómese un descanso,
Azuma – le había dicho Nakamura, el
comisario general – se lo merece: como sabe hemos observado un
significativo descenso de las
actividades criminales de la Yakuza durante estos últimos meses, coincidiendo
con la prolongada enfermedad de “Tenno Heika” (Su Majestad el Emperador).
Incluso esos bandidos respetan estos días de dolor para todos nosotros,
porque no dejan de ser japoneses por mucho que sean criminales. Los últimos
golpes que Usted les ha infligido los han dejado además bastante debilitados,
por lo que en estos momentos nuevas operaciones no son urgentes. Disfrute de
sus días de asueto, relájese y goce de los placeres que la vida nos puede
ofrecer.” “Nakamura es un buen hombre – piensa Azuma Toshitami – un competente comisario
general, un hombre íntegro y cabal, incluso
me postuló a mí para su puesto, pero yo le dije que no soy un hombre de despachos, siempre he
sido un hombre de acción. Confía en mí y yo confío plenamente en él.
Es verdad que estos días tan desgraciados para nosotros – esta enfermedad
interminable de Nuestro Amado Emperador – han supuesto un descenso en los
actos criminales de la Yakuza, duramente golpeada por las operaciones
policiales que yo he venido coordinando, pero nunca podemos ni debemos bajar
la guardia porque en cualquier momento los clanes más peligrosos pueden
volver a golpear … el de Morimoto Shingo es en estos momentos el más poderoso
y peligroso … no puedo parar hasta no haber acabado completamente con él …
ese viejo bandido lleva ya muchos años actuando con casi total impunidad … ¡y eso tiene que terminar!”
Azuma Toshitami pulsa el interruptor que apaga las lámparas de neón blanco
que penden del techo de su habitación. La estancia queda en una semioscuridad
que solo difuminan las luces eléctricas de un Tokio noctámbulo cuya vida
cuando él duerme comienza a palpitar: sabe que incluso durante estos meses de
pre-luto por la agonía de un monarca que parece que nunca va a terminar por
concluir en los bajos fondos de esta ciudad los criminales prosiguen
incansables con su actividad; por eso durante muchas madrugadas su trabajo le
ha exigido largas horas de dedicación; por eso ahora cuando “descansa durante
unos días” la acumulación de sus responsabilidades y el estado de excitación
permanente que le causan sus largas horas de ejercicio en el gimnasio no le
permiten – paradójicamente, pues debería en teoría quedar exhausto – un descanso
propiamente reparador en estas horas en las que se supone que “un hombre
normal” debe descansar. Pero Azuma Toshitami no es “un hombre normal” – hace
ya algunos años que un periodista lo comparó con “James Bond” – y si lo
piensa bien sus exitosas operaciones policiales desde hace más de un lustro
podrían dar argumentos suficientes para hacer de él “un superagente” que
pudiera ser interpretado en la pantalla por una celebridad cinematográfica de
la talla de Mifune Toshiro. Solo que el gran mito del cine nipón tiene en
estos momentos treinta años más que él, por lo que no sería muy creíble que
el anciano actor personificara a un hombre todavía joven como él. Azuma
Toshitami sonríe en silencio cuando la imagen del mítico actor acude a su
mente: recuerda cómo su madre le confesaba cuando era un muchacho que muchas
chicas de su edad habían estado enamoradas de Mifune Toshiro y que encontraba
un gran parecido físico entre su hijo y esta celebridad del cine japonés.
Azuma Toshitami se alegraba cuando su madre le decía aquello, se llenaba de
orgullo porque también él – de muchacho – admiraba a algunos de los
personajes que en la gran pantalla personificaba el actor … de alguna manera
le hubiera gustado tener a un padre como Mifune Toshiro y no al progenitor
verdadero que nunca hubiera querido tener … poco a poco, con este
encadenamiento de pensamientos que invocan imágenes de su infancia y de su
mocedad, la mente de Azuma Toshitami se aquieta y se va sumergiendo en un
necesario sopor que anticipa el apropiado descanso que necesita un
superagente como él. Nadie en la pantalla lo interpretará: sólo el que
suscribe, Carlos Hidalgo, su seguro servidor, a partir de los documentos
secretos del profesor X-San, catedrático de Criminología e Historia de la
Yakuza en la Universidad de Kyoto, dará debida cuenta en español de este
último año de su vida, pero sobre todo de Su Agonía y Su Muerte A Manos de Un
Magnífico Matador del que tuvo el honor de ser Su Primera Víctima Mortal. Los párpados
de Azuma Toshitami se cierran plácidamente, sus músculos se van destensando
para el requerido reposo. El sueño lo comienza a mecer en su confortable
cuna. No hay pesadillas que como profetisas le anticipen Su Destino. Nuestro
policía duerme a pierna suelta: su descanso es muy necesario para poder
afrontar con las debidas energías El Comienzo de Su Final.
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